Mi patria es todo el mundo.

Yahvé no es el Dios de Jesús

Historia de la evolución de la vida en el planeta, contada desde una perspectiva que se parece a la teoría del ocultismo, no todo, en especial la parte de los logos, excelente documental para comprender un poco mejor las cosas, igual no crean lo que dicen, solo investiguen, el que busca encuentra, dicen por ahí.

Jesús de Nazaret fue el mayor maestro espiritual de la historia, y los textos bíblicos, en especial el Antiguo Testamento, apuntan a que la filosofía de Jesús no tenía nada que ver con Yahvé, un Dios colérico, cuyo rostro verdadero era Enlil. ¿Quién era pues el «padre» compasivo, amoroso y sabio del que hablaba Jesús?..

Yavé-Jehová, el cruel

¿Conoce usted, querido lector, los libros del Antiguo Testamento en su hebreo original? ¿Es usted especialista en arameo, el idioma hablado por Jesucristo y sus discípulos, todavía conservado por algunas pequeñas comunidades sirias, entre ellas la atribulada ciudad de Malula? ¿Ha leído usted el Nuevo Testamento en el griego koiné en que se compuso? Yo tampoco. Todo mi conocimiento bíblico me ha llegado, como casi seguramente a usted, a través de traducciones. Y, como ya se sabe, traduttore, traditore.

Acabo de leer el Antiguo Testamento, en la versión inglesa de 1970, desde la primera palabra del Génesis hasta la última de Malaquías. Y lo que quiero decir en primer lugar es que Yavé, el Dios hebreo, me ha parecido un tirano abominable. No creo que por culpa de la traducción. Ninguna, por defectuosa que fuera, podría ocultar el hecho patente de que se trata de una deidad  tremebunda. Una deidad que, habiendo (se supone) inventado la risa, no suelta una en todo el volumen, y mucho menos una carcajada.

Yo ya sabía que era de cuidar, toda vez que a mí me tocó nacer en el seno de una familia protestante puritana más apegada al Antiguo que al Nuevo Testamento. Sabía, sí, por los pasajes del mismo leídos desde el púlpito, que nuestro Dios era muy exigente con los suyos. Que se  trataba de un Padre de marcada tendencia iracunda, satisfecho con su gente cuando se comportaba bien pero inexorable si dejaba de obedecer sus mandatos, que eran muchos. Lo que desconocía era la verdadera dimensión de su brutalidad. Ahora  lo sé. Y me he quedado helado.

El mismo Yavé se autoproclama en los textos sagrados dios vengativo, dios dispuesto a todo lo que haga falta. Una y otra vez les va recordando a los israelitas cómo les sacó de su larga esclavitud en Egipto y firmó con ellos una alianza para toda la eternidad. Cómo ha venido allanando para ellos el camino hacia Canaán, la Tierra de Promisión, repleta de leche y miel. Cómo les ha dado su palabra de limpiar el tan anhelado homeland de los adversarios que lo usurpan para que, cruzado el Jordán, lo puedan ocupar sin demasiada dificultad. Por todo ello, insiste, es su obligación amarle de manera incondicional. ¿Y qué hacen? Pues postrarse ante ídolos de su invención, elevar altares paganos, entregarse a otras aberraciones. Son incorregibles. Y por ello van a recibir su merecido. He aquí un dios que podría hacer suyo el famoso lema español de «Quien me lo hace me lo paga».

Cuesta trabajo entender una mentalidad capaz de amar a un dios tan implacable, que ahoga a su propia creación bajo un diluvio descomunal, ordena lapidar a los pecadores y que siempre, tras un provisional alto de fuego, vuelve a las andadas.

Las cifras de las pérdidas ocasionadas por su  intervención directa en los asuntos del pueblo elegido son espeluznantes. En 2/Samuel, por ejemplo, se nos relata que, para castigar una falta de David, organiza una pestilencia en Israel que mata la friolera de 70.000 personas.

En 2/Crónicas nos enteramos de cómo, enrabietado, interviene para que medio millón de los guerreros israelitas más escogidos, nada menos, sean despachados a gusto por el rey de Judá.

Si trata así a los suyos, no cuesta trabajo imaginar lo que hace con los enemigos declarados de estos, a quienes les suele enviar, cuando no los quita de en medio directamente con la espada justiciera, enfermedades y plagas de todo tipo (langostas, almorranas, sarna, tiña, locura, tumores… ).  «Ira y furor», así resume Moisés, su profeta, el proceder de Yavé.

EL ANTIGUO Testamento, al pie de la letra, es pura dinamita…, o bomba atómica. Y así lo toman los judíos ultraortodoxos de Israel, que pasan la vida aprendiéndolo de memoria y se están multiplicando tan bíblicamente que en 20 años podrían acceder al poder. El fanatismo (del latín fanum, templo) es siempre una calamidad, y más el fanatismo monoteísta. De ello saben mucho los cristianos, que estuvieron siglos matando, y entrematándose, en nombre de Dios y su Hijo Crucificado.

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En el año 586 a.C., el rey Nabucodonosor II, soberano del poderoso Imperio babilónico y representante en la tierra del dios supremo Marduk, rey de los dioses, abatió las murallas de Jerusalén, saqueó la capital del reino de Israel y redujo a cenizas el templo de los judíos. Miles de sus habitantes fueron pasados a cuchillo, y los pocos que sobrevivieron —sobre todo la élite culta, los sacerdotes, los militares y la realeza— fueron enviados al exilio en un claro intento de acabar con Israel como nación. Y si Israel dejaba de existir, lo mismo le ocurriría a su dios, Yahvé.

En el Oriente Próximo antiguo, una tribu y su dios se consideraban una sola entidad, unidos por un pacto en virtud del cual la tribu cuidaba del dios ofreciéndole culto y sacrificios, y este devolvía el favor protegiéndola de todo daño, ya fueran inundaciones, hambrunas o, en la mayoría de los casos, tribus extranjeras y sus dioses. De hecho, la guerra en el Oriente Próximo antiguo no se consideraba tanto una lucha entre ejércitos como una contienda entre dioses. Los babilonios conquistaron Israel no en el nombre de Nabucodonosor, su rey, sino en el de Marduk, su dios. Creían que este peleaba en el campo de batalla a favor de los babilonios y conforme a la alianza que Marduk había suscrito con Nabucodonosor.

Los israelitas tenían el mismo pacto con su dios. Yahvé era el señor de Israel, y por lo tanto le correspondía a él defenderlos. Las sangrientas batallas entre los israelitas y sus enemigos, que ocupan gran parte de los primeros libros de la Biblia, se presentaban explícitamente como una lucha entre Yahvé y los dioses extranjeros. De hecho, este se encargaba a menudo de planear, dirigir y ejecutar las batallas en nombre de Israel.

«David consultó entonces al Señor: “¿Puedo subir contra los filisteos? ¿Los entregarás en mi mano?”. El Señor respondió: “[…] No subas, haz un rodeo y los alcanzarás frente a las moreras”» (2 Samuel 5, 19-23).

Esta identificación explícita de una tribu con su dios nacional tuvo profundas implicaciones teológicas para los pueblos de la Antigüedad. Cuando Yahvé ayudó a los israelitas a aplastar a los filisteos, demostró que el dios de Israel era más poderoso que el de los filisteos, Dagón. Pero cuando los babilonios destruyeron a los israelitas, la conclusión teológica era que Marduk, el dios de Babilonia, era más poderoso que Yahvé.

Para muchos israelitas, la destrucción de su templo, la Casa de Yahvé, suponía algo más que el fin de sus ambiciones nacionales. Era el fin de su religión. Privados de los ritos y rituales que constituían la base de su devoción religiosa y, por lo tanto, de su propia identidad como pueblo, no tenían más remedio que rendirse a la nueva realidad. Adoptaron nombres babilónicos, estudiaron las escrituras babilónicas y comenzaron a adorar a los dioses babilónicos.

Quizá la destrucción y el exilio de Israel formaran parte del plan divino de Yahvé desde el principio

Pero entre los exiliados había un grupito de reformadores religiosos que, ante la perspectiva inaceptable de reconocer la derrota de Yahvé a manos de Marduk, hallaron una explicación alternativa: quizá la destrucción y el exilio de Israel formaran parte del plan divino de Yahvé desde el principio. Tal vez estaba castigando a los israelitas por creer en Marduk. Quizá Marduk no existía.

Fue precisamente en este momento de angustia espiritual en que el reino de Israel había sido devastado y el templo de Yahvé, derribado y profanado, cuando se forjó una nueva identidad, y con ella una manera completamente nueva de entender lo divino.

Primera aparición

El dios que acabaría llamándose Yahvé hizo su primera aparición, en forma de zarza ardiente, en algún lugar del desierto pedregoso del noreste del Sinaí. «Este es mi nombre para siempre —le dice Yahvé al profeta Moisés—, y así me llamaréis de generación en generación» (Éxodo 3, 15).

Moisés se encuentra en este desierto baldío, dice la Biblia, porque huye de la ira del faraón. Según el libro del Éxodo, los israelitas que, unas pocas generaciones antes, habían seguido a los descendientes del patriarca Abrahán a la tierra de Egipto se habían vuelto tan numerosos y poderosos que fueron despojados de su riqueza y libertad y forzados a la esclavitud. Tan temidos eran en Egipto que el faraón en persona ordenó que ahogaran en el Nilo a todos los israelitas recién nacidos.

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Sin embargo, fuera como fuese, un niño se salvó. Sus padres, descendientes de sacerdotes levitas, lo metieron en una canasta de papiro cuando solo tenía tres meses y dejaron que la corriente lo arrastrara entre los juncos de la orilla del río, donde lo encontró la hija del faraón, que se apiadó del niño, lo llevó consigo y lo crio como a un miembro de la realeza egipcia.

Un día, cuando Moisés ya era mayor, se mezcló entre la gente y presenció el trabajo agotador que se imponía a los israelitas. Vio a un capataz egipcio que golpeaba a un esclavo israelita y, en un arrebato de ira, Moisés mató al egipcio. Temiendo por su vida, huyó de Egipto y buscó refugio en lo que la Biblia llama «la tierra de Madián». Allí conoció a un «sacerdote de Madián» que lo acogió en su hogar y su tribu y le dio a su propia hija, Séfora, en matrimonio.

Pasaron muchos años, durante los cuales Moisés rehízo su vida con su familia madianita en la casa de su suegro el sacerdote. Una tarde, mientras cuidaba del rebaño de este, Moisés lo condujo más allá del desierto, hasta el pie de un lugar sagrado para los madianitas llamado «la montaña de Dios». Allí fue donde se encontró con la deidad misteriosa que se presentó como Yahvé.

El Dios verdadero no necesita nombre, un Dios infinitamente bueno, justo y todopoderoso es el que es, eterno y sin ambigüedades.

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Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Juan 3:16

Dios es amor

Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.

El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.

En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 1 Juan 4:7-9

Además de los doce dioses principales y las innumerables deidades menores, los antiguos griegos adoraban a una deidad que ellos llamaban Agnostos Theos, es decir: el dios desconocido. En Atenas, hubo un templo dedicado específicamente a este dios y muy a menudo que los atenienses prestaban juramento “en el nombre del dios desconocido” (Νή τόν Άγνωστον Ne ton Agnoston). Apolodoro de Atenas, Filóstrato el Joven y Pausanias escribieron también sobre el dios desconocido.​ El dios desconocido no era tanto una deidad específica, sino una representación, de un dios o dioses que realmente existía, pero cuyo nombre y la naturaleza no se reveló a los atenienses o al mundo helénico en general.
De acuerdo con una historia contada por Diógenes Laercio, Atenas cayó una vez en las garras de una plaga y estaban desesperados por apaciguar a los dioses con los sacrificios apropiados. Así, Epiménides reunió a un rebaño de ovejas en el Areópago y posteriormente las liberaron. Las ovejas comenzaron a deambular por Atenas y las colinas circundantes. Por sugerencia de Epiménides siempre que una oveja se detenía, se establecerá un sacrificio al dios local de ese lugar. Muchos de los jardines y los edificios de Atenas se asociaron de hecho, con un dios o una diosa específica por lo que el altar fue construido y adecuado el sacrificio. Sin embargo, al menos una, si no varias ovejas, llevaron a los atenienses a un lugar que ningún dios había asociado con él. Así, un altar fue construido allí sin el nombre de un dios inscrito en él.

Tloque Nahuaque (en náhuatl ‘el que está cerca, al lado y alrededor de las cosas’‘tloc, cerca, a lado; nahuac, cerca, alrededor; “Señor de lo cercano y lo lejano” «cabe quien está el ser de todas las cosas, conservándolas y sustentándolas» Moyocoyani (en náhuatl: Aquel que se creó a sí mismo; “Señor que se crea o inventa a sí mismo mediante su propio pensamiento” es la deidad principal de los pueblos náhuatl, y en la mitología mexica es el dios protógono de la existencia e inexistencia, creador y ordenador de todas las cosas, creador de la primera pareja de humanos y jefe supremo de las cinco edades del mundo o cinco soles; Originalmente era un dios del misterio y lo desconocido implicando un solo dios creador de todo lo existente en el cosmos; En su libro ‘Filosofía Náhuatl’, Miguel León-Portilla profundiza en el significado del término mencionado (así como de muchos más).
Un solo Dios y una sola causa, que fue aquel decir que era substancia y principio de todas las cosas; y es así, que como todos los dioses que adoraban, eran los dioses de las fuentes, ríos, campos y otros dioses de engaños, concluían con decir: Oh Dios en quien están todas las cosas, que es decir el Teotloquenahuaque, como si dijéramos agora, aquella persona en quien asisten todas las cosas acompañadas, que es solo una esencia. Finalmente este rastro tuvieron, de que había un solo Dios, que era sobre todos los dioses…”

¿Quién es el PADRE CREADOR?

Jesús revela la esencia del Padre a su discípulo amado: ¿Quién es Dios ?

¿Quiénes conforman el Padre? ¿Cómo puedo llegar a conocerle y formar parte del él?

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Audio MP3

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Las profecías de Juan de Jerusalén

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Libro semanal

La edad de la razón

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Arquitectos del Engaño

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Adrenocromo, la droga de los Dioses

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Human sacrifices: the elite against the gentiles

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El retorno De los brujos

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EL ACIAGO DEMIURGO

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FUERZAS OCULTAS

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El Gran Cabestro

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Especial Panmierda

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Vacúnaté y muere

No tardes, tus muertos te esperan

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La raiz de las muertes, Virus y 5G

5g lo que las empresas nos ocultan

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Cristina Martín en directo – La verdad de la pandemia

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Alicia en el país de los leprosos y las mascarillas

Y MIENTRAS SIGAN LOS PERROS

OTRO AÑO SIN ESPERANZA

Madrugá de 2021 – Semana Santa de Sevilla

37 comentarios

  1. 23 marzo, 2021 en 13:52

  2. 23 marzo, 2021 en 14:52

  3. 23 marzo, 2021 en 14:55

  4. 23 marzo, 2021 en 22:16

  5. 23 marzo, 2021 en 22:44

  6. 23 marzo, 2021 en 23:15

  7. 23 marzo, 2021 en 23:30

  8. 23 marzo, 2021 en 23:50

  9. Vaya post más trabajado y documentado, poco a poco lo iré leyendo y viendo los videos.
    Muy interesante Super.
    Saludos desde Barcelona

    26 marzo, 2021 en 12:11

    • Merece la pena y aún sabiendo que la verdad nos hará libres..
      Un beso Julia.

      26 marzo, 2021 en 13:12

  10. Obvio que no!

    27 marzo, 2021 en 6:57

  11. Un beso Carol.

    28 marzo, 2021 en 21:51

  12. Viernes: la condena

    Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones. Ni que decir tiene que la responsabilidad de la detención, condena y muerte de Jesús no puede ser transmitida como una culpa que perdura durante milenios y, por supuesto, un episodio de ese tipo no puede bascular sobre los judíos de todas las épocas eximiendo de manera ciertamente escandalosa a los romanos. Sin embargo, tampoco es aceptable el pretender que no hubo judíos implicados en el destino trágico de Jesús y además de manera decisiva. Como en el caso de todos los colectivos humanos, entre los judíos se han producido a lo largo de los siglos confrontaciones civiles, han estallado enfrentamientos sociales y se ha procedido al asesinato de inocentes por motivos civiles y religiosos. La historia de los profetas es una sucesión inacabable de rechazos y persecuciones que afectaron a personajes como Jeremías o Amós y de la misma manera resulta obligatorio señalar el dolor que Josefo expresa en su Guerra de los judíos al narrar la guerra civil, de carácter religioso-social, que estalló en el seno de Israel en paralelo a la sublevación contra Roma del año 66 d. de C. Robert L. Lindsey ha conservado el testimonio de cómo David Flusser le había relatado que “a diferencia de los judíos que conoció mientras crecía en Checoslovaquia, sus centenares de estudiantes israelíes a lo largo de los años nunca encuentran difícil creer que en la época del Segundo Templo hubiera judíos capaces de matar a otros judíos por todas las razones usuales. “No somos gente como cualquier otra gente,” dicen, “¿No hemos tenido nuestros terroristas y nuestros asesinos en tiempos modernos? No resulta difícil en absoluto creer que algunos judíos pudieron haber instigado la muerte de Jesús si estaban lo suficientemente celosos de él o lo veían como algún tipo de amenaza”[13]. A decir verdad, las fuentes históricas nos obligan a compartir el juicio del erudito judío David Flusser y de sus alumnos israelíes. Puede resultar más o menos conjetural si hubo judíos que envidiaron a Jesús – aunque el extremo resulta bastante probable – pero no cabe duda de que las autoridades del Templo lo contemplaron como una amenaza que debía ser conjurada.

    Tras su prendimiento, un atado Jesús fue conducido a la ciudad de Jerusalén. No fue llevado directamente ante el Sanhedrín que debía estudiar su caso sino – y el dato resulta muy significativo – a la casa de Anás, un antiguo sumo sacerdote que ostentaba un poder y una influencia considerables (Juan 18, 12-4; 19-23). Prueba de lo que esto significaba es que además de convertirse en sumo sacerdote en el año 15 d. de C., tuvo la satisfacción de que sus cinco hijos ocuparan también tan relevante puesto [14]. Por si esto fuera poco, Jesús hijo de Set, sumo sacerdote poco antes del 6 a. de C. fue hermano suyo; uno de los últimos sumos sacerdotes antes de la destrucción del Templo – Matías (65-67) fue nieto suyo y José Caifas que ocupó el puesto del 18 al 37 d. de C. era su yerno (Juan 18, 13). El hecho de que pudiera mantener un interrogatorio previo con Jesús lleva a pensar que Anás era objeto de un respeto y una consideración notables por parte del sumo sacerdote en ejercicio.

    El interrogatorio de Anás[15] tenía como objetivo establecer cuáles eran la doctrina y las enseñanzas de Jesús (Juan 18, 29) quizá con la intención de dejar de manifiesto que se trataba del cabecilla de un movimiento que debía ser aniquilado, tal y como había propuesto su yerno. Sin embargo, Jesús insistió en que no había nada de secreto en su comportamiento y que su enseñanza se había podido escuchar en no pocas ocasiones tanto en el Templo como en las sinagogas de manera abierta y clara (Juan 18, 20-21). Se trataba de la respuesta tranquila de alguien que no sólo se sabía inocente sino que además dejaba de manifiesto lo absurdo de su detención. Sin embargo, alguno de los esbirros de Anás interpretó aquella conducta como una muestra de descaro que decidió castigar golpeando a Jesús (Juan 18, 22). Al final, Anás decidió que lo mejor era enviar al detenido ante Caifás.

    Anás y su yerno vivían en distintas alas del mismo edificio[16] y, por lo tanto, debieron bastar unos minutos para llevar a Jesús ante Caifás. Todavía era de noche y hacía frío ya que los siervos del sumo sacerdote tuvieron que encender un fuego en el patio para calentarse. En la morada de Caifás se reunieron “sacerdotes, escribas y ancianos” (Marcos 14, 53), es decir, las tres categorías que, según el testimonio de Flavio Josefo, componían el Sanhedrín. Los sacerdotes no eran todos los levitas sino la aristocracia sacerdotal, un estamento sobre cuya corrupción ya hemos hecho referencia. Los ancianos se correspondían la aristocracia terrateniente, seguramente no mejor en términos morales que la formada por el clero y a la que pertenecía José de Arimatea, uno de los discípulos secretos de Jesús. Finalmente, los escribas eran letrados de clase media de cuyas filas solían surgir los miembros de la secta de los fariseos. Si los dos primeros grupos tenían buenas razones para deshacerse de Jesús, el tercero las tenía sobradas para sentirse predispuesto en contra suya. Aquel predicador procedente de Galilea no sólo no compartía buena parte de sus interpretaciones de la Torah sino que además los había atacado públicamente. Con todo, entre ellos había aún hombres que conservaban un cierto sentido de la legalidad y de la justicia como era el caso de Nicodemo, un personaje que, como ya señalamos[17], aparece en las fuentes rabínicas con el nombre de Nakdemon ben Goryon.

    El procedimiento contra Jesús comenzó con la presentación de las pruebas en su contra (Marcos 14, 55). No tenemos ninguna noticia de que hubiera testigos de descargo y lo más seguro es que haya que atribuir ese hecho al miedo que inspiraba la idea de comparecer ante el sumo sacerdote defendiendo a Jesús [18]. Por lo que se refería a los testigos de cargo, representaban en el procedimiento penal judío el papel del fiscal en el nuestro. Todavía era de noche, pero ya se hallaban dispuestos a acusar a Jesús. Ignoramos si actuaron así movidos por fanatismo, por conveniencia o por el soborno, algo que no puede descontarse con personajes como Caifás. Pero lo que sí puede afirmarse es que sus esfuerzos no dieron buen resultado, quizá porque, al convocarlos a horas tan intempestivas, no había existido la posibilidad de adiestrarlos convenientemente. De hecho, las primeras declaraciones no encajaban (Mateo 26, 59-60; Marcos 14, 55-56) y la situación sólo pareció enderezarse cuando dos se presentaron acusando a Jesús de haber anunciado que demolería el Templo y que lo levantaría en tres días (Mateo 26, 60-61; Marcos 14, 57-59). La acusación era peligrosa y, de hecho, existían precedentes en la Historia de Israel – el caso del profeta Jeremías es uno de los más señalados (Jeremías 26, 1-19) – de que un anuncio de destrucción del Templo podía considerarse punible con la pena capital. Sin embargo, las palabras de Jesús estaban desprovistas de cualquier tono conspirativo, violento[19] o denigratorio que pudieran justificar su conexión con el cargo de blasfemia tipificado en Levítico 24, 16. Por otro lado, rechazar que se tratara de una profecía podía dividir al Sanhedrín ya que mientras que los saduceos rechazaban ese tipo de fenómenos espirituales, los fariseos creían en ella.

    Al fin y a la postre, las contradicciones de los testigos y la escasa consistencia de sus declaraciones terminaron por colocar al tribunal en una situación delicada. Si no se podía encontrar alguna prueba incriminatoria era obvio que Jesús tendría que ser puesto en libertad, algo que el sumo sacerdote Caifás no estaba dispuesto a tolerar. No resulta, por lo tanto, extraño que, en su calidad de presidente, decidiera llevar a cabo el interrogatorio de Jesús.

    Si Caifás esperaba que el hecho de formular personalmente las preguntas iba a cambiar el estado de cosas, debió quedar decepcionado muy pronto. Jesús – como el siervo-mesías al que se había referido Isaías (53, 7) siglos atrás – se mantuvo en silencio (Mateo 26, 63; Marcos 14, 61).

    De la manera más inesperada, el proceso había entrado en un callejón sin salida. Los testigos no presentaban pruebas suficientes como para sustentar una condena y el reo se negaba a pronunciar una sola palabra que pudiera servir para inculparlo. En lo que, seguramente, fue un intento a la desesperada de salir de la situación en que se hallaba, Caifás optó por plantear directamente la cuestión de la mesianidad de Jesús y se dirigió a él diciéndole:

    Te conjuro por el Dios viviente. Dinos si eres el mesías, el Hijo de Dios[20].

    (Mateo 26, 63)

    La pregunta planteada por Caifás disipaba el recurso al silencio al haberse invocado al propio Dios, pero además colocaba a Jesús ante una clara tesitura. Si respondía de manera afirmativa, era obvio que el sanhedrín lo consideraría un caso de blasfemia merecedor de la muerte. Si, por el contrario, contestaba de manera negativa, quizá habría que ponerlo en libertad, pero todo su atractivo sobre las masas quedaría irremisiblemente dañado y, como peligro, podría verse conjurado. Jesús no parece haber dudado un solo instante a la hora de responder:

    Yo soy y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo en las nubes del cielo.

    (Marcos 14, 62)

    La respuesta fue pulcramente cortés hasta el extremo de no utilizar el nombre de Dios y sustituirlo por el eufemismo del Poder, circunstancia que, una vez más, apunta a la conducta de un judío meticulosamente piadoso. A la vez, resultó contundente e iluminadora. Sí, era el mesías y además un mesías que cumpliría – como ellos tendrían ocasión de ver – las profecías contenidas en el Salmo 110 y en el capítulo 7 de Daniel, aquellas que se referían a cómo Dios le haría sentar a su diestra y a cómo le entregaría un Reino en su calidad de Hijo del Hombre para extender su dominio sobre toda la tierra. Pero lo más tremendo es que Jesús afirmaba que vendría en las nubes del cielo, algo que sólo el propio YHVH podía hacer. En otras palabras, Jesús afirmaba ser más, muchísimo más que un mesías humano.

    La reacción del sumo sacerdote fue la que cabía esperar. Se rasgó las vestiduras, indicó que Jesús había pronunciado una blasfemia y concluyó que aquella circunstancia convertía en ociosa la declaración de cualquier testigo de cargo (Mateo 26, 65; Marcos 14, 63)[21]. Cuando Caifás solicitó la opinión de los miembros del sanhedrín, éstos también señalaron que las palabras pronunciadas por Jesús eran dignas de la última pena (Marcos 14, 64; Mateo 26, 66). En ese momento, algunos de los que custodiaban a Jesús comenzaron a burlarse de él, a escupirlo y a abofetearlo (Lucas 22, 63-65; Mateo 26, 67-68; Marcos 14, 65).

    A esas alturas no podían caber dudas sobre cuál iba a ser la suerte final de Jesús. Como señalaría el Talmud siglos después[22], Jesús era un blasfemo que merecía la muerte y que, de manera totalmente justificada, había sido condenado. De forma bien significativa, en esa referencia talmúdica se atribuye toda la responsabilidad de la condena de Jesús a las autoridades judías sin mención alguna del gobernador romano. Con todo, y a pesar de su convicción sobre la justicia de su decisión, el sanhedrín no cayó en el error de quebrantar ninguna formalidad legal. Esperó hasta el amanecer para dictar sentencia condenatoria (Mateo 27, 1; Lucas 22, 66-71; Marcos 15, 1) y, a continuación, dispuso que lo condujeran a la residencia del gobernador romano ya que era el único que disponía del ius gladii y podía ejecutar una pena capital (Marcos 15, 1; Lucas 23, 1; Mateo 27, 2; Juan 18, 28).

    Actualmente sabemos que Pilato iba a ser la causa de algunas dilaciones en la consumación de la suerte final de Jesús, pero al amanecer del viernes esa eventualidad no parecía posible al sanhedrín. Tampoco lo pensó así Judas. Cuando supo que Jesús había sido condenado por las autoridades judías no le cupo la menor duda de que su destino iba a ser la muerte. Reconcomido por la culpa, acudió a los miembros del sanhedrín que acababan de condenar a Jesús y que no se habían dirigido a la residencia del gobernador romano a pedir la ejecución de la sentencia (Mateo 27, 3). Ante ellos confesó que había “pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27, 4), pero, como por otra parte era de esperar, no consiguió conmoverlos. Convencidos como estaban de que Jesús era un blasfemo y un peligro, de que su sentencia, por lo tanto, era justa y pertinente, le dijeron claramente que nada de aquello les importaba y que ése era su problema. Horrorizado, Judas arrojó las monedas que le habían entregado como precio por su traición y abandonó el lugar donde se habían encontrado con las autoridades judías (Mateo 27, 5).

    A pesar de la insistencia de algunos autores contemporáneos por afirmar lo contrario, la condena de Jesús podía pecar de injusta, pero, desde un punto de vista formal, resultaba impecable. Así, por supuesto, lo consideraron las autoridades judías y lo indica el Talmud, pero así también lo vieron los primeros discípulos de Jesús. Éstos – a diferencia de otros que vendrían después reivindicando la figura del Maestro – podrían estar convencidos de que la mayoría de los miembros del Sanhedrín se había reunido no para dilucidar la verdad sino para encontrar un motivo que les permitiera condenar a Jesús a muerte (Marcos 14, 1 y 55) viendo en ello incluso el cumplimiento de profecías contenidas en las Escrituras judías (Hechos 4, 24-28 citando el Salmo 2). Sin embargo, en la polémica teológica entre los judíos y los primeros cristianos, éstos jamás alegaron que se hubieran violado las disposiciones legales [23] y todavía menos consideraron que el episodio pudiera ser utilizado para perseguir al pueblo en cuyo seno había nacido Jesús.

    No menos meticulosas con el cumplimiento de la ley iban a ser ahora las autoridades judías. Así, cuando, sobre las seis de la mañana, llegaron ante la residencia del gobernador Poncio Pilato, se negaron a entrar en ella para no contaminarse ritualmente con la cercanía de un gentil. Desde luego, una cosa era pedirle que confirmara la sentencia condenatoria que habían dictado contra Jesús y otra que para hacerlo tuvieran que incurrir en el estado de impureza ritual.

    A esas alturas, toda la obra de Jesús daba la apariencia de haberse convertido en humo porque era de esperar que Pilato aceptaría las pretensiones de las autoridades judías. Pedro, uno de los discípulos más cercanos a Jesús, le había negado esa noche aterrado por una simple criada (Juan 18, 15-18, 25-27; Lucas 22, 54-62; Mateo 26, 58, 69-75; Marcos 14, 54, 66-72) y el resto de los discípulos se hallaba en paradero desconocido, pero ¿quién podía asegurar que no serían objeto de cruentas represalias por haber seguido a su Maestro?. Finalmente, Judas, el traidor, desesperado, salió a las afueras de la ciudad. Allí se dio muerte ahorcándose quizá simbolizando de esa manera que se consideraba un maldito. De hecho, la Torah mosaica confería esa condición a todo el que muriera colgando de un madero o de un árbol (Deuteronomio 21, 23).

    Durante un tiempo, su cadáver se balanceó entre el cielo y la tierra. Luego el cinturón o la cuerda que se aferraba a su cuello se rompió dejando caer el cuerpo contra el suelo. El impacto provocó que el difunto Judas reventara y sus entrañas se desparramaran (Hechos 1, 18). Consumada su traición hacía horas, su destino último no pareció ahora preocupar a nadie. Sin embargo, Judas dejaba planteado un problema que las autoridades del Templo debían solucionar. Se trataba únicamente de dar un empleo a las treinta monedas de plata que, en su remordimiento, había devuelto el traidor. La Torah impedía destinarlas a limosnas ya que era precio de sangre (Deuteronomio 23, 18). Se optó, por lo tanto, por comprar un campo para dar sepultura a los extranjeros (Mateo 27, 7), el mismo en el que se había suicidado Judas (Hechos 1, 18-19), el mismo al que la gente, conocedora de la historia, denominaría Acéldama, que significa Campo de sangre (Mateo 27, 8; Hechos 1, 19).

    En una carta del rey Herodes Agripa a su amigo el emperador romano Calígula, el gobernador Pilato aparece descrito como de “un carácter inquebrantable y despiadadamente duro” que caracterizó su gobierno por “la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable”. Efectivamente, Pilato ejerció el poder desde el 26 d. de C. y por espacio de una década de acuerdo con la mencionada descripción. Sin embargo, el cuadro no resulta completo. De entrada, Pilato era un antisemita alzado al poder por el impulso del no menos antisemita Sejano, el valido, durante años omnipotente, del emperador Tiberio, pero además – y eso explica si no su nombramiento sí que el emperador Tiberio lo mantuviera en el poder durante tanto tiempo – actuaba con notable independencia, pero siempre de acuerdo a lo que consideraba los intereses de Roma. Si éstos coincidían con lo que deseaban las autoridades judías bien para las dos partes, si no era así, el beneficio – y el derecho – de Roma debía prevalecer.

    Las autoridades judías presentaron el caso a Pilato de una manera que forzara al gobernador a ejecutar la sentencia condenatoria. Jesús, según su versión, había afirmado que era “el rey de los judíos”. La información no era falsa, pero tampoco pasaba de constituir una manipulación maliciosa de la verdad que pretendía presentar a Jesús como a un sedicioso cuya eliminación resultaba obligada para el poder romano. De manera lógica, Pilato preguntó a Jesús si, efectivamente, era el rey de los judíos (Juan 18, 33; Lucas 23, 3; Mateo 27, 11; Marcos 15, 2). La respuesta de Jesús no resultó en absoluto satisfactoria (Juan 18, 36 ss). Por lo menos, no para sustentar una condena y así se lo comunicó Pilato a las autoridades judías que se lo habían entregado (Lucas 23, 4). La reacción de éstas no se hizo esperar. De manera inesperada, lo que parecía seguro amenazaba con escapársele de las manos. Recurrieron entonces a acusarlo de alborotar al pueblo en Judea como ya había empezado a hacer en Galilea (Lucas 23, 5). Una vez más, el cargo obligaba a Pilato a confirmar la sentencia dictada por el sanhedrín, pero la artimaña no dio resultado. El gobernador romano estaba convencido de que Jesús era inocente de las acusaciones formuladas contra él (Juan 18, 38; Lucas 23, 4). A su juicio, resultaba obvio que se trataba sólo de una disputa propia de los, para él, odiosos judíos y no estaba en absoluto dispuesto a ayudar a las autoridades a imponer sus puntos de vista. Si acaso se sentía tentado como tantas veces a demostrarles el desprecio que le inspiraban. Puesto que Jesús era de Galilea, la competencia para juzgar aquel caso según el principio jurídico de forum delicti commissi [24] correspondía a Herodes. A él debía ser llevado el detenido (Lucas 23, 6-7). Con esa decisión, Pilato seguramente esperaba haberse quitado un problema de las manos.

    Temprano por la mañana, Jesús fue trasladado por la guardia del Templo ante la presencia de Herodes. Había descendido a celebrar la Pascua como centenares de miles de judíos y en esos días se alojaba en el palacio de los Hasmoneos, una residencia cercana a la de Pilato y situada a occidente del Templo [25]. Responsable de la ejecución de Juan el Bautista, Herodes había manifestado eventualmente algún interés por Jesús. Ahora esperó que realizara alguno de aquellos milagros que se le atribuían (Lucas 23, 8), pero Jesús persistió en el silencio que debía caracterizar al siervo-mesías (Lucas 23, 9). Finalmente, Herodes y sus acompañantes optaron por entregarse a una burla canallesca. Durante toda su vida, Herodes había aspirado al título de rey infructuosamente. Por lo visto, Jesús tampoco había avanzado mucho en el camino de obtener la realeza así que lo vistió con una ropa propia de un monarca y ordenó que se lo devolvieran a Pilato (Lucas 23, 11). Con aquel gesto, muy posiblemente estaba dando a entender que, a su juicio, Jesús era más un ser patéticamente ridículo que un agitador peligroso.

    Aquella coincidencia de criterio – tanto en la apreciación de las acusaciones contra Jesús como en el desprecio por las autoridades del Templo – tendría una consecuencia indirecta, la de que Herodes y Pilato, entonces enemistados, se acercaran políticamente (Lucas 23, 12). Sin embargo, de momento, el problema de lo que había que hacer con Jesús persistía. El gobernador romano aún estaba más convencido de lo inaceptable de las pretensiones de las autoridades judías y había decidido poner en libertad a Jesús. Para ello iba a valerse del privilegio de liberar a un reo en el curso de la fiesta (Mateo 27, 15; Marcos 15, 6).

    Ocasionalmente, se ha discutido la historicidad de este episodio, pero lo cierto es que semejante objeción vuelve a dejar de manifiesto un deplorable desconocimiento de las fuentes judías. Por ejemplo, ya en 1906 se publicó por primera vez un papiro del 85 d. de C. que contiene el protocolo de un juicio celebrado ante C. Septimio Vegeto, gobernador de Egipto, en el que se señala como el citado magistrado romano decidió poner en libertad a un acusado llamado Fibion, a pesar de que era culpable de un delito de secuestro. Era obvio, por lo tanto, que los gobernadores contaban con esa competencia. Pero es que además el tratado Pesajim VIII 6ª [26]de la Mishna nos informa de que, efectivamente, existía la costumbre de liberar a uno o varios presos en Jerusalén durante la Pascua.

    La alternativa que ahora Pilato ofreció fue la de plantear ante las masas la disyuntiva de poner en libertad a Jesús o a un delincuente común llamado Barrabás (Juan 18, 39; Mateo 27, 17; Marcos 15, 9). Esperaba el romano que el veredicto favorable recayera sobre el inocente Jesús antes que sobre un criminal. Se trató de un error de cálculo que tendría pésimas consecuencias. Por un lado, resultaba dudoso que la muchedumbre, antirromana de por si, estuviera dispuesta a ayudar al gobernador romano o a apoyar a alguien que había defraudado sus expectativas como era el caso de Jesús; por otro, las autoridades del Templo la habían adiestrado ya convenientemente (Marcos 15, 11; Mateo 27, 20). Desde luego, no hubiera sido la primera ni la última multitud de la Historia que se reuniera de manera supuestamente espontánea y que, a la vez, obedeciera a consignas bien establecidas. Pero, en cualquier caso, si Jesús había sido condenado por el propio sanhedrín, ¿no era normal verlo “golpeado por Dios” como Isaías 53, 4 afirmaba que Israel consideraría erróneamente al siervo-mesías? Enfrentada con la disyuntiva de liberar a alguien condenado por el sanhedrín o a un simple delincuente, la muchedumbre reunida ante Pilato no tuvo problema en optar por el segundo (Lucas 23, 18; Lucas 18, 40).

    El hecho de que la multitud arremolinada ante su residencia hubiera rechazado su propuesta causó en Pilato un sentimiento de sorpresa que entorpeció sus acciones ulteriores. En puridad, podría haber puesto en libertad a Barrabás y luego continuar el procedimiento relacionado con Jesús considerando que no existía base para la condena y liberándolo a su vez. Sin embargo, como tantos otros dirigentes a lo largo de la Historia, en lugar de imponerse a la turba, primero, se sintió amedrentado por ella y luego, pensó que quizá estaba en su mano convencerla. Se trató de una nueva equivocación porque la masa rara vez piensa por si misma sino a impulsos de los que la agitan. Entregada ahora a la agresividad descarada que nace de sentirse impune y, muy posiblemente, agitada por las autoridades que habían detenido a Jesús, comenzó a gritar que el gobernador debía crucificarlo (Marcos 15, 13 y par).

    Pilato fue presa de la perplejidad. A pesar de que no simpatizaba en absoluto con los judíos no acertaba a entender que desearan con tanto afán la ejecución de uno de los suyos (Marcos 15, 14 y par). Posiblemente entonces se dio cuenta del yerro tan colosal que había sido el poner en manos de la turba la decisión del caso. Ahora no tenía la menor posibilidad de desandar los pasos ya dados y de dilatar la resolución. Y menos todavía cuando la situación amenazaba con degenerar en un motín abierto (Mateo 27, 24). Al fin y a la postre, Pilato acabó cediendo a las presiones de la turba. Era lo mismo que había hecho años atrás en el hipódromo de Cesarea [27].. Mientras ponía en libertad a Barrabás, ordenó que se flagelara a Jesús (Juan 19, 1; Marcos 15, 15).

    La fuente mateana señala que, precisamente en esos momentos, Pilato llevó a cabo un hecho simbólico. Se lavó las manos ante la multitud anunciando que era inocente de la ejecución de un hombre inocente. Entonces la turba respondió: Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos (Mateo 27, 24). Ambos extremos han sido rechazados eventualmente como creaciones del primer evangelista. La verdad, sin embargo, es que cuentan con un respaldo impresionante en las fuentes históricas. De entrada, la costumbre de lavarse las manos como acto de purificación se daba tanto entre los judíos como entre los gentiles. La Biblia la menciona en Deuteronomio 21, 6 ss o en el Salmo 26, 6, pero también encontramos referencias en la literatura rabínica[28]; e incluso en autores clásicos como Virgilio[29], Sófocles [30] y Herodoto[31] por mencionar algunos ejemplos.

    Por lo que se refiere a la afirmación de la turba, su historicidad ha sido rechazada con el argumento – político que no histórico – de que se trata simplemente de una manifestación de carácter antisemita. Incluso cuando se estrenó la película La pasión dirigida por Mel Gibson distintas organizaciones judías presionaron para que la frase en cuestión fuera suprimida. Semejante conducta puede comprenderse, pero lo cierto es que el pasaje en cuestión presenta todas las marcas de la autenticidad y no es la menor su paralelo con referencias que hallamos en fuentes judías. De hecho, la expresión “Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos” es un dicho judío que hallamos en la Biblia (2 Samuel 1, 16; 3, 29; Jeremías 28, 35; Hechos 18, 6) y que significa que se está tan seguro de la justicia del veredicto que se asume que la responsabilidad y la culpa caiga tanto sobre los que pronuncian la frase como sobre sus hijos[32]. Obviamente, derivar de aquí una legitimación para el antisemitismo no sólo constituye una pésima lectura histórica sino también una bajeza moral. Sin embargo, tampoco es lícito negar los hechos históricos sobre la base de lo que hoy consideramos políticamente correcto. Las autoridades judías habían condenado a Jesús y buscaban su muerte. Frenadas – de manera inesperada – en sus propósitos por Pilato, para alcanzar su objetivo habían recurrido a agitar a la muchedumbre en su favor. Que ésta se encontrara convencida de la justicia de lo que exigía y que llegara incluso a pronunciar una fórmula ritual en esos casos no sólo no parece falso. En realidad, es lo único que resulta verosímil. Por otro lado, el pasaje en su descripción no es ni lejanamente tan crítico con las autoridades del Templo o con la turba como lo es, por ejemplo, Josefo en su Guerra de los judíos. A decir verdad, en términos comparativos resalta por su austeridad narrativa y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido – con razón, por otra parte – acusar a Josefo de antisemita.

    Es muy posible que la flagelación constituyera un último intento de Pilato por salvar a Jesús de la muerte. Quizá si la masa veía al detenido destrozado por los azotes romanos, quizá si contemplaba que no había escapado de la detención incólume, quizá si se percataba de que había recibido un castigo cruel y suficiente, se aplacaría y desistiría de su propósito. Nuevamente, se equivocó.

    Por supuesto, los soldados romanos azotaron a Jesús en el interior del pretorio – y, a diferencia de lo que establecía la ley judía, no tenían marcado un límite de latigazos que no podían rebasar – y además al castigo sumaron las burlas, las injurias, los golpes y los escupitajos. Incluso se permitieron la terrible mofa de disfrazarlo como a un rey seguramente en un intento de mostrar su desprecio hacia los judíos. Sin embargo, el plan de Pilato fracasó. Una vez más, la turba reaccionó siguiendo unas reglas de comportamiento que conoce cualquier psicólogo experto. Al contemplar a Jesús quebrantado por los azotes, no se conformó sino que se sintió más segura de su poder para obtener lo que deseaba. Ahora lanzó nuevos gritos que reclamaban su crucifixión y que insistían en que así tenía que ser porque se había hecho Hijo de Dios (Juan 19, 5 ss).

    El estado de ánimo que experimentó Pilato al escuchar aquellas palabras, es descrito por la fuente joanea como mallon efobeze (Juan 19, 8). Se trataba de una inquietud, de un miedo, de una desazón extremos. Difícilmente el gobernador hubiera podido interpretar el término Hijo de Dios como un sinónimo del mesías y, seguramente, debió pensar que podía encontrarse mezclado en un problema de carácter sobrenatural. En contra de lo que suele pensarse, los romanos podían ser despiadados, egoístas y corruptos, pero no descreídos. A decir verdad, su conducta era exactamente la contraria. No resulta por ello extraño que Pilato se preguntara si podía haber en aquel reo algo sobrenatural. Angustiado, interrogó a Jesús, pero éste nuevamente optó por callar como el Siervo de YHVH profetizado por Isaías. Cuando el romano intentó presionarlo para que contestara recurriendo al argumento de que él era el único que podía ponerlo en libertad, Jesús le respondió que su poder simplemente derivaba de una autoridad superior y que, desde luego, los que lo habían llevado hasta allí eran más culpables que él de lo que estaba sucediendo (Juan 18, 11-12).

    Debía aún reflexionar Pilato en lo que tenía ante los ojos cuando a sus oídos llegaron nuevos gritos procedentes de una muchedumbre cada vez más enardecida. No sólo seguían insistiendo en que Jesús fuera crucificado. Ahora amenazaban con denunciar al gobernador ante el césar por no castigar a alguien que se había proclamado rey (Juan 19, 12). Fue en ese momento cuando la resistencia del romano se quebró. El temor que le inspiraba el emperador Tiberio era superior, desde luego, a la desazón que le ocasionaba aquel extraño reo. Ya sólo habia un camino para salir de aquella situación.

    Sobre las seis de la mañana (Juan 19, 14), Pilato ordenó que el prisionero fuera sacado del pretorio y se sentó en el tribunal que en griego se denomina Lizóstrotos y en hebreo Gabbata, es decir, el enlosado (Juan 19, 13). Era obvio que iba a dictar sentencia en debida forma, e superiori y de manera pública, ante el reo y sus acusadores. El delito era el crimen laesae maiestatis, una infracción de la ley que en provincias, como era el caso, se castigaba siempre con la cruz. La sentencia que pronunció Pilato se redujo a la fórmula establecida: Ibis in crucem [33].

    El relato de las fuentes históricas lejos de constituir un ejemplo de antisemitismo resulta angustioso por su sobria objetividad. Como en el caso de la sentencia pronunciada por el sanhedrín, se habían respetado todos los requisitos legales y también como en tantos casos de la Historia – Jeremías en el s. VI a. de C., Huss en el s. XV con Huss, Tyndale y Lutero en el s. XVI o en distintos siglos no pocos judíos de corte en la Europa católica – la condena había derivado de una alianza clara entre el poder religioso y el político. Quizá haya que reconocer – y resulta un trago ciertamente amargo – que una conducta semejante es demasiado humana como para que no se repita vez tras vez a lo largo de los siglos en los más diversos contextos.

    Pronunciada la sentencia, no era necesaria en absoluto la confirmación del emperador. Por otro lado, la posibilidad de apelación quedaba descartada ya que semejante autoridad había quedado delegada en los gobernantes locales [34]. El plazo para ejecutar la sentencia quedaba al arbitrio del juez – en este caso Pilato – pero, por regla general, se procedía a evacuar este trámite inmediatamente después del anuncio [35]. De hecho, la resolución senatorial del año 21 d. de C. que fijaba un plazo de diez días entre la sentencia de muerte y su ejecución no se refería a los tribunales ordinarios – como el de Pilato – sino sólo a las resoluciones emitidas por el senado.

    Tras el juicio de Jesús, muy posiblemente Pilato procedió a procesar a los dos ladrones que fueron crucificados con él. Esa circunstancia explicaría porqué fueron ejecutados también el mismo día y porque Jesús no fue conducido al Gólgota hasta cerca de las nueve de la mañana. Allí, a las afueras de la ciudad, fue crucificado. Antes de ser clavado en aquel horrible instrumento de muerte, lo despojaron de sus vestiduras, pero, siendo la túnica de una sola pieza, los soldados que lo custodiaban optaron por jugársela (Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 24; Juan 19, 24). Así, las últimas horas de Jesús recordaron de manera sobrecogedora a la descripción recogida en el Salmo 22, un texto escrito casi con un milenio de anterioridad:

    Se secó como un tiesto mi vigor y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado, me ha cercado una cuadrilla de malvados. Han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Me miran, me observan. Repartieron entre sí mis vestiduras y sobre mi ropa echaron suertes.

    (Salmo 22, 15-18)

    Poco antes de expirar, Jesús recitó el mismo salmo que se inicia con las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Luego señaló que todo había quedado consumado (Juan 19, 30) , encomendó su espíritu al Padre (Lucas 23, 46) y murió. Era en torno a las tres de la tarde. Como en el caso del siervo-mesías profetizado por Isaías (53, 9), su muerte había sido decretada para que tuviera lugar al lado de malhechores, pero su tumba fue, como también señalaba la profecía, la de un hombre rico, un tal José de Arimatea que había tenido amistad con Jesús y que había reclamado el cadáver (Juan 19, 31-42; Lucas 23, 50-54; Mateo 27, 57-60; Marcos 15, 42-46). En apariencia, el caso de Jesús el judío había quedado zanjado.

    4 abril, 2021 en 2:36

  13. Un lavoro molto complicato ma molto interessante.
    Saluti 🌹

    7 abril, 2021 en 23:42

  14. Extenso e interesante post. Saludos

    1 agosto, 2022 en 1:31

  15. Reblogueó esto en El enterrador.

    16 octubre, 2022 en 6:40

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